Continuamos con el siguiente concursante y recordar que las opiniones y comentarios a cerca de los relatos participantes sean constructivos, de buen gusto y con respeto.

En la cabecera del blog encontraréis el resto de relatos ya publicados, por si os habéis perdido alguno.

Ahora a leer y disfrutar

Muchos besos

Eternos (Por Marcos DK)

La nieve siseaba al contacto de la corrosiva baba que se desprendía de la comisura de sus belfos en aquel rictus cargado de odio. Podía oler a la naiya; tan delicada, tan blanca; tan insultantemente pura. El débil calor que emanaba aquel pequeño cuerpo le guiaba como un dardo a la diana. Dibujó obscenos surcos en el níveo manto helado con sus afiladas garras mientras recorría el escaso trecho hasta el escondrijo de su eterna enemiga. Disfrutaba con el impulso salvaje del cuerpo del zrokat que había poseído. Grotesco, lupino, sanguinario y siempre hambriento. Imaginó aquellas poderosas garras destajando el cuerpo inmaculado de la naiya y no pudo evitar regocijarse ante la idea.

Sabía que la encontraría rápidamente. Siempre lo hacía. Trató de calmarse dentro del cuerpo de la naiya y lanzó una onda pulsante del aura que emanaba de su interior. Cuando atravesó la membrana de la realidad de aquel helado mundo presintió la energía de múltiples formas de vida. Escogió la más delicada y hermosa: La pálida naiya, con su aspecto humanoide, estilizada y de gráciles movimientos. Esperaba que acudieran en su ayuda; era necesario que la vida de aquel planeta reaccionara a la silenciosa llamada. Cada vez estaba más cerca. Se sintió rodeada de un pestilente tufo a piel mojada y restos putrefactos de víctimas a medio devorar. Pronto se le echaría encima. ¿Por qué tardan tanto? –se decía. Vendrán, confío en ellos; solo debo ganar un poco de tiempo.

Esperó… Tomó aire… ¡Ahora! Estiró sus largas piernas propulsando su cuerpo sobre el muro de hielo tras el que se parapetaba. Voló sobre la bestia girando sobre sí misma. Se colocaría a su espalda y tendría una oportunidad para atacar ella primero.

Falló. Él adivinó su estrategia y saltó como un felino tratando de alcanzarla en el aire con aquellas cuchillas marfileñas. Apenas notó el golpe pero sintió la tibia sangre salpicando su rostro. La sangre de ella. Los dos cuerpos cayeron al suelo al unísono. Se giró velozmente para contemplar a su presa herida. Ella le devolvía la mirada con aquellos ojos inundados de cielo mientras con una de sus finas manos se agarraba un costado teñido en púrpura. A cuatro patas, el zrokat se pasó las uñas por su negra lengua saboreando la sangre de la hermosa hembra herida. Casi podía sentir cumplida la venganza por eones de fracasada cacería.

No debió confiarse tan pronto. No se percató de la llegada de los machos que acudieron a la llamada. Al contrario que sus hembras, los naiyuros poseen una complexión mucho más desarrollada. Preparados para proteger y sustentar a sus hembras y camadas en un entorno hostil, donde se nace y se muere entre el hielo, saben emplear los largos dientes de bantún para atacar y defenderse. Una de sus hembras estaba en peligro. Uno de los suyos. Se abalanzaron sobre la peligrosa criatura sin pensar en las consecuencias. El primero cayó prácticamente seccionado en dos horrendas mitades. Sacrificio que aprovecharon los demás para formar un sólido muro que asfixiaba al monstruo mientras lo alejaba de la hembra magullada.

Rugió de rabia ante la impotencia por la reacción valerosa de aquellos seres. Vislumbró un punto de fuga y se zafó del abrazo de sus captores. Mientras se alejaba, derrotado, miró de reojo a su perdida presa. No percibió el aura de su némesis en aquel cuerpo; ella ya se había ido. Él también debería marcharse; ya no había nada que hacer tras su derrota. Abandonó a su suerte el cuerpo de un confuso zrokat que se despertó de su pesadilla para descubrirse rodeado de enfurecidos naiyuros.

Escudriñó el universo en busca de un nuevo destino; algún lugar lejano. Hizo girar las constelaciones con sus largos dedos y como un cometa errante viajó a través de galaxias hasta encontrar un pequeño mundo de agua. Hundió su oscura energía en las profundidades del mar extendiendo sus sentidos para analizar el entorno. Buscó una falla en el ciclo vital del mundo submarino que permitiera el despliegue de su enferma intención. Qué malsana ironía encontrar en unas microscópicas células la perfecta víctima para causar una plaga asesina. Una sencilla manipulación en la estructura de la célula y, como un cáncer descontrolado, las cada vez más numerosas células infectadas comienzan a oscurecer las aguas asfixiando todo ser vivo a su paso. En poco tiempo la pandemia emponzoñará todo el planeta dejando una inhóspita y venenosa roca flotando en la inmensidad espacial.

Flotó dejándose llevar regocijado por la negra marea que había creado. Tan ensimismado estaba con el despliegue de maldad que no vio cómo ella se le acercaba. No daba crédito a la extraordinaria masa animal que se movilizaba al compás inconfundible de la mano luminosa de su enemiga. Alzándose desde el fondo marino, monstruos de cuerpo plano y decenas de metros de envergadura se deslizaban lentamente hacia la oscura mancha creciente. Decenas, cientos de aquellas criaturas. Pronto bloquearon hasta el último rayo de luz que se filtraba en las aguas de los tres soles que calentaban el planeta. Cuando entraron en contacto con las algas venenosas abrieron sus fauces engullendo toneladas de la maldita ponzoña. Las primeras criaturas en llegar empezaron a caer hacia el fondo, agonizantes por el tóxico. Pero allí donde una caía aparecía otra para sustituirla y continuar con la limpieza, sin importar el trágico destino que su sacrificio supondría.

Ofuscado de rabia observó cómo su plaga desaparecía entre aquellos fantásticos animales. De nuevo veía en el sacrificio desinteresado por salvar a otros el motivo de su fracaso. Quería marcharse, lejos; estaba cansado. Abandonó aquel mundo sintiendo abrasar en su espalda la triunfal mirada de ella. No quería arriesgar más; ahora necesitaba recuperarse. Mejor volver a casa; el mundo que había elegido como su hogar.

Podría descansar y recuperarse; nutrirse del mal que emanaba de los débiles habitantes de un mundo corrupto y dividido. Un mundo gobernado por humanos; frágiles, pervertidos de envidia y colmados de avaricia. Hombres que gobernaban sacrificando inútilmente a sus súbditos enviándolos a batalla tras batalla con el fin de atesorar riqueza y poder.

Y en lo más alto de la cima del terror, la reina Istharia regaba con sangre tibia los pies de su frío trono. Un altar consagrado al señor de las tinieblas, compañero habitual de noches cargadas de lujuria prohibida, violenta y obscena. Jadeos de gozo mezclados con el olor del sexo que se convierten en gritos triunfales cada vez que es penetrada por aquel macho espectral. Testigos mudos de los amantes sudorosos las cabezas de reyes y otros nobles que, como macabros adornos, rodean el lecho. Hermosa Istharia; cruel y despiadada. Reina insaciable de poder y destrucción. Qué hermoso regalo el miedo que recorre aquellas tierras con tan solo nombrarla.

Asomado a la torre del temido castillo observa el horizonte con la vista fija en un punto. Allá en las montañas, donde anidan las águilas, resiste un misterioso humano protegido en su bastión rocoso. No es rey, ni noble siquiera; mago se rumorea, un brujo tal vez. Ella está allí, puede sentirla; dónde sino puede buscar una alianza contra el manto de locura que cubre este mundo. Sonríe con una mueca de satisfacción. ¿De qué le puede servir la ayuda de un miserable brujo en un mundo ya condenado? –Demasiado tarde; esta es mi casa– se dice a sí mismo.

Y no se equivoca, pues ella está frente al brujo. Se observan en silencio desde hace ya un rato. La suplicante mirada de ella choca con un muro de ira y recelo; no será fácil.

–Por qué has vuelto –le pregunta el brujo–. ¿Acaso no me has causado suficiente mal?
–Sabes que no podía corresponderte. Te entregué un regalo en señal de amistad.
–¿Inmortal para añorarte eternamente? ¿Para ver mi mundo agonizar bajo las botas de tiranos como Istharia?
–Podemos arreglarlo, pero requiere un sacrificio. Deja que venga y que atraviese las puertas de tu fortaleza. Ya está en camino.

Istharia alcanzó sin obstáculos la muralla del fortín. Armados de ariete, atravesaron las puertas y alcanzaron la plaza central del baluarte. Frente a ella el brujo; firme, sereno. Lleva una capa con un gorro calado que cubre su rostro, pero siente sus ojos clavados en ella. Con un grito de rabia se lanza contra el hombre con su espada en alto y cuando descarga la mortal estocada un estallido de luz inunda el recinto. El brujo ha abierto su capa mostrando en su pecho un corazón dorado, radiante como un sol. Aprisiona a la sorprendida reina en un encierro ajeno al tiempo y el espacio. Las huestes que le acompañaban se evaporan en el aire como si nunca hubieran existido. Toda la roca vibra de energía, su energía purificadora; ahora por fin entregada a él.

Una sola lágrima recorre el rostro del brujo. Unidos para siempre sabe que jamás volverá a ver a su amada en este mundo. Tampoco él podrá volver a salir de su refugio, ahora convertido en mazmorra. Ella sacrificó la entrada a su mundo otorgándole el poder de encerrar en aquella prisión a los siervos del mal.

Y esta es mi historia y el motivo de mi soledad. ¿Preguntas mi nombre? Ya no lo recuerdo. Me he acostumbrado al nombre que me dio tu pueblo; soy el Guardián de la Mazmorra y, si me acompañas un rato, puedo contarte alguna otra historia más.